Por Felipe Lora Longo
En regímenes autoritarios, el exilio suele ser una herramienta refinada para silenciar. Pero en la versión estadounidense de Donald Trump, el exilio ya no requiere pasaporte ni juicio político: basta con demandar el fin de un genocidio, exigir el respeto a los derechos humanos, participar en una demostración en una universidad, alzar la voz en una marcha o haber nacido en el lugar “equivocado”. En nombre del “orden migratorio”, Trump perfecciona un modelo de castigo selectivo que convierte la deportación en una forma de represión política disfrazada de “acción administrativa”.
El exilio político, escribe Hannah Arendt, "no siempre se declara, pero siempre se siente". Lo sienten las miles de familias latinoamericanas que han vivido bajo la amenaza constante de ser arrancadas de sus hogares por haber marchado, organizado sindicatos o denunciado abusos laborales. Y lo sienten los jóvenes “Dreamers” que, tras construir movimientos de alcance nacional, enfrentan la posibilidad real de ser expulsados de la única tierra que conocen, justo cuando empiezan a adquirir más poder político.
Trump no lo dice con esas palabras, pero lo insinúa con sus promesas. Su llamado a “deportar millones desde el primer día” no es solo una propuesta de seguridad nacional; es una estrategia de neutralización política. Como señala Lee Gelernt, abogado de la ACLU y defensor en casos clave contra la deportación de niños migrantes: “Las deportaciones masivas, cuando se ejercen sin criterios humanos ni debido proceso, se convierten en un instrumento de intimidación. Y no solo contra los inmigrantes, sino contra toda la comunidad que se atreve a defenderlos.”
No se trata de exagerar. El ejemplo histórico más cercano es la llamada “Repatriación mexicana” de los años 30, en la que más de un millón de personas —muchos ciudadanos estadounidenses— fueron deportadas en medio del pánico económico. ¿La verdadera razón? Según el historiador Francisco Balderrama, coautor de Decade of Betrayal, “fue una purga social para deshacerse de los trabajadores organizados y los no blancos que eran vistos como una amenaza al orden económico blanco”.
Hoy, las deportaciones vuelven a ser una purga, pero con otro vocabulario: el de la “ilegalidad”, el “peligro”, el “invasor”. Trump no necesita llamar traidores a sus críticos; solo necesita llamarlos "ilegales", y con eso justificar su exclusión. En palabras del activista Ravi Ragbir, quien casi fue deportado tras denunciar abusos migratorios: “La deportación se ha convertido en una herramienta política. Me quieren fuera no por lo que hice, sino por lo que digo.”
No es casualidad que muchos de los más perseguidos por ICE sean líderes comunitarios, portavoces de los derechos de los trabajadores agrícolas, defensores del medioambiente o miembros activos de movimientos sociales. En la última semana Trump ha amenazado con deportación al ganador de la candidatura demócrata a Síndico por la ciudad de New York, Zohran Mamdani al cual califica de “comunista” y a su ex aliado Elon Musk por su abierta oposición al proyecto de presupuesto aprobado en el Senado. El mensaje es claro: si luchas, te vas.
Por eso, lo que Trump propone no es solo una política migratoria. Es una política de exilio selectivo, de limpieza ideológica, de reconfiguración del cuerpo social a favor de los intereses dominantes. Lo migratorio se convierte en lo policial, y lo policial en lo político.
Y mientras tanto, el país pierde algo más que fuerza laboral. Pierde voces. Pierde historia. Pierde resistencia.
Como advirtió Edward Said, él mismo un exiliado, en su ensayo Reflections on Exile: “El exilio es la fractura más profunda de una sociedad: la separación no solo de personas, sino de sus ideas, sus posibilidades, sus futuros.”
Ante este panorama, la pregunta no es si Trump deportará a millones. La pregunta es si entenderemos a tiempo que cada deportación es también un destierro político, y que detenerlas es una tarea no solo moral, sino profundamente democrática.