Por Logan Jiménez Ramos
Periodista, consultor en comunicación política, magíster en Diplomacia y Derecho Internacional, docente.
En tiempos donde la ciudadanía se expresa con libertad en redes sociales, el poder político parece cada vez más incómodo con el juicio público. Las recientes denuncias de supuesta difamación hechas por las funcionarias Faride Raful y Milagros Germán no deben verse de forma aislada. Son parte de una estrategia peligrosa que busca reabrir el camino hacia lo que muchos ya llaman la “ley mordaza”.
Ambas figuras han ocupado importantes espacios en la opinión pública y en el Estado, y conocen bien el rol de la crítica como parte del equilibrio democrático. Sin embargo, recurrir al discurso de la “difamación” como herramienta para justificar nuevas restricciones al debate digital es no solo contradictorio, sino profundamente alarmante.
Estamos frente a una intención clara de regular, censurar y castigar la opinión ciudadana bajo el ropaje de “combatir el odio” o “proteger la dignidad”. Pero, ¿quién define lo que es odio o difamación? ¿Será el mismo Estado que teme la crítica y castiga la disidencia? ¿O las figuras públicas que confunden escrutinio con agresión?
La libertad de expresión no puede ser negociable ni sujeta al estado emocional de los funcionarios. Como periodista y consultor en comunicación política, sé que los líderes deben aprender a lidiar con la crítica, incluso cuando duele. Y como académico, afirmo que los marcos regulatorios deben proteger la verdad, no blindar el poder.
No se trata de permitir la calumnia ni de promover el irrespeto, sino de evitar que el legítimo derecho a opinar y cuestionar se convierta en un delito por incomodar. Criminalizar publicaciones, etiquetar como “odio” cualquier crítica o perseguir al ciudadano por sus palabras es abrirle la puerta a un autoritarismo disfrazado de orden institucional.
La historia nos ha enseñado que la censura no fortalece la democracia, la debilita. Si de verdad nos preocupa la salud del debate público, promovamos educación, transparencia y acceso a información veraz. Pero nunca, jamás, el silencio impuesto.
La democracia no necesita mordazas. Necesita ciudadanos valientes, instituciones abiertas y funcionarios dispuestos a rendir cuentas.