En política, como en la vida, hay una verdad que muchos olvidan cuando se sientan en la silla del poder: las posiciones son temporales y no se hicieron para pisotear.
Resulta irónico, casi teatral, ver cómo algunos que ayer eran víctimas del sistema, hoy se han convertido en verdugos. Gritaban desde la oposición contra el abuso, el atropello y la prepotencia… pero hoy hacen exactamente lo mismo. Han asumido el libreto del que tanto renegaban. Cambiaron el discurso, pero no la conducta. Se convirtieron en copia fiel de aquello que decían despreciar.
En este país nuestro, la política ha dejado de ser identidad para convertirse en imitación barata. Muchos políticos no piensan: repiten. No proponen: reaccionan. No comunican: solo comparten datos sueltos, cifras sin alma, mensajes sin propósito. Se dicen comunicadores, pero no comunican, porque informar no es simplemente postear, y menos aún cuando ese post viene cargado de odio, burla y desprecio al más pequeño.
Hay quienes, olvidando la esencia del servicio público, creen que la autoridad se mide por cuántos puede humillar o a cuántos puede ignorar. Y se equivocan. Gobernar no es un derecho divino, es una responsabilidad prestada.
Recordemos el relato del rey David, uno de los hombres más poderosos de su tiempo. Tenía riquezas, gloria, mujeres, el favor del pueblo… y aun así, le quitó la única mujer que tenía Urías, uno de sus soldados más leales. ¿Por qué? Por deseo. Por capricho. Por creerse invencible. Ese error le salió caro. Porque Dios no se complace en la injusticia, y la historia siempre devuelve la mirada.
Así están algunos hoy: con todo en sus manos, pero aún mirando con codicia el pequeño plato del otro. No les basta el poder; necesitan aplastar. Y eso, señores, no es liderazgo. Eso es abuso.
Es momento de sembrar principios. De enseñar a las nuevas generaciones que el poder es una herramienta, no un privilegio personal. Que se puede construir sin destruir. Que el respeto no se negocia. Que quien hoy ocupa una posición, mañana será juzgado por su legado.
No se trata de hablar bonito en campaña, ni de “posteos motivacionales” en redes. Se trata de coherencia. De dignidad. De humanidad. De hacer las cosas bien, aunque nadie lo esté mirando.
Yo creo que algún día uno de esos niños que hoy están creciendo en nuestros barrios, viendo cómo se maltrata al humilde y se engrandece al soberbio, levantará su voz para cambiar las reglas. Pero para que eso pase, tenemos que sembrar hoy.
Porque al final, el poder no da derecho a humillar, y todo el que siembra arrogancia cosecha soledad.
Por: Logan Jiménez Ramos | Periodista, Consultor en Comunicación Política, Magíster en Diplomacia y Derecho Internacional, Docente
Gracias por compartir, que buen mensaje.
Como comunicadores debemos ser autenticos y siempre buscar la verdad sin importar la situación pero sobre ser humanos.
Ejercer nuestra vocación con amor y profesionalismo en todo momento.